Cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio.
Por eso las lecturas de la Palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia un elemento de la mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con veneración. Y aunque la palabra divina, en las lecturas de la Sagrada Escritura, va dirigida a todos los hombres de todos los tiempos y está al alcance de su entendimiento, sin embargo, una mejor inteligencia y eficacia se ven favorecidas con una explicación viva, es decir, con la homilía, como parte que es de la acción litúrgica. La homilía es propia del sacerdote, o en la misa, por delegación de éste, del diácono.
Ser lector es ejercer un ministerio mediante el que el fiel, “presta su voz” a Dios para que el pueblo congregado escuche su Palabra. Por tanto es preciso una preparación espiritual y personal, conociendo y orando, previamente, el texto que se va a proclamar, cuidando su sentido, la dicción y el estilo. No es lo mismo una narración, que un poema, que una exhortación.
El lector sube al ambón (que significa “lugar al que se sube” y que por eso debe estar un poco en alto) por la parte central del templo, haciendo una única reverencia, a ser posible, al altar y al sacerdote que preside. Invita a la escucha atenta al enunciar la Palabra que va a proclamar diciendo “Lectura de…” Lo hace sin prisas, esperando la respuesta del pueblo. Igualmente al final invita a la aclamación a los fieles diciendo “Palabra de Dios” y no “ES Palabra de Dios”, ya que no